Con motivo de la exposición “Oteiza: 1935-1975. La casa del Ser”, que durará hasta el 17 de octubre en la Sala Municipal de Exposiciones de la Iglesia de las Francesas, que os invito visitar, quisiera compartir una reflexión en torno al arte religioso contemporáneo y actual.
Valladolid acoge una exposición antagónica del escultor vasco Jorge Oteiza que repasa los distintos periodos creativos del artista entre 1935 y 1975. Las 87 obras, esculturas y dibujos, que se exponen provienen de los fondos de la fundación que lleva el nombre del escultor. La exposición pretende mostrar la múltiple y heterogénea dimensión ética y estética de este creador, considerado el padre de la escultura española reciente, que encarnó virtudes de un gran artista total: creador, pensador, crítico, filólogo, experimentador con la música y el cine, además de antropólogo y político.
Una de las partes de la exposición está dedicada a la obra que realizó para la fachada de la basílica franciscana de Aránzazu que se le encargó a mediados del siglo pasado. En la exposición se pueden ver estudios de las piezas.
Pero quisiera analizar las consecuencias intelectuales de la obra.. En 1950 se le adjudicó la estatuaria del santuario guipuzcoano, proyectada por el arquitecto Fco. Javier Sáenz de Oiza, momento en el que estaba inmerso en la abstracción, la cual tuvo que abandonar desgraciadamente. Este encargo le supone renunciar a muchos de sus hallazgos novedosos y enriquecedores para dedicarse a la representación religiosa, la cual no conjugaba con la estética moderna del momento.
La espiritualidad del arte de Oteiza, no fue bien interpretada por las instituciones eclesiásticas, lo que desembocó en que la una de las comisiones pontificias paralizara la obra. Se referían a la heterodoxia de la iconografía del friso de los Apóstoles, porque Oteiza representó catorce y no doce, y a la estética vanguardista del momento. Finalmente el Papa Pablo VI interviene acertadamente para retomar el proyecto y reanudar las obras en 1968. Pero la pregunta y el debate estaban sobre la mesa: ¿por qué catorce apóstoles y no doce? Oteiza dijo en alguna ocasión: “si hubieran cabido más, más hubiera puesto”. En efecto, no se trata de la representación estricta del Colegio Apostólico sino la aspiración espiritual de la comunidad religiosa abierta al cielo y a la tierra, la cual su número no debe dejar de crecer, sino que debe aumentar. Hay que tener en cuenta el contexto histórico-religioso en que nos estamos moviendo, es un momento de especial reflexión, estamos en los marcos del Concilio Vaticano II.

Pero si de verdad hay una pieza que es realmente interesante, es la obra maestra de escultura que representa a La Piedad, que corona la fachada de la entrada del templo de Aránzazu, y de la que se puede contemplar un estudio de aluminio en la exposición. Es una representación original en la composición y en el tratamiento del tema. La Virgen no sostiene a Cristo muerto en sus brazos recién bajado del madero, como se puede contemplar en numerosas representaciones de la escena en la tradición iconográfica y que da lugar a una tipología de escena que se denomina El llanto sobre Cristo muerto, sino que el Hijo yace a los pies de María, está muerto, inerme, vencido. Hay varias interpretaciones respecto de la actitud de la Madre. Una de ellas, quizá la que más se acerque a la espiritualidad de Oteiza: es el ofrecimiento que hace la Madre del Hijo al peregrino. Los brazos extendidos de la dolorosa parecen mostrar y entregar al caminante que pasa por la puerta de la iglesia, el cadáver del Salvador: “He aquí mi hijo”, parece decir. Otras interpretaciones aluden a que María está a punto de alzar los brazos al cielo para pedir auxilio ante tanto dolor del hijo asesinado. Comienza a levantar las manos al Creador en un gesto de piedad y de misericordia.